Atardece y no hay siluetas azules. No hay piedras húmedas en una ciudad que suma pequeñas ciudades que terminan. Vitral de ventanas dispersas. Ciudad de mil ciudades, de mil manos que emergen de las rejas. Manos que se mueven, agonizante el instinto de tocarse.
Los hombres y sus perros ladran las palabras que quedan. Brillan pirámides de latas, zapatos abultados de signos. Los hombres y sus perros andan a lo largo de sus rejas, mientras se alza la música esquelética y flasheada. Los hombres temen, los hombres gordos y amarillos y verdes, temen, buscan, pero no encuentran las palabras. No tienen palabras, se les han caído, secas, al fondo de sus cuerpos. Los hombres aman a sus perros de cadenas brillantes, los perros odian. Los hombres aman a los perros que ladran y odian. Y cruzan las mujeres coloreadas, ojos pestañeantes y secos, y arrastran a los niños que arrastran sus naves plateadas, sus batallas, la sangre juguete que salta. Las mujeres y los niños corriendo hacia sus rejas, a cobijarse, a sonreír detrás de sus rejas. Oscuros sus espejuelos oscuros, rubias sus cabezas negras. Sonoros sus propios silencios que retumban. Libre la libertad del mar, libre la del aire que arrastra a la soledad, la soledad de las rejas y los perros, del número sobre el número, y sobre el número la nada. Libre la posibilidad del número, el azar de la bondad del número, de la absurda ruleta que señala. Toda la reja del mundo no es posible. La reja agrieta, carcome. La reja cierra la bocacalle que ruge. La ciudad tiembla debajo de sus rejas. La absurda y bella ciudad no sabe, sufre, se cuartea. Por sus resquicios emana un humo azul que el trópico destroza. No es niebla, ni la burda imitación de los vapores de la guerra ni del invierno. Es una rara forma de llorar, o de morir quizás, que emana desde el suelo. Tal vez una señal de vida. Reducto que termina siendo anunciación, piedra inicial acaso de una azul avalancha.