Desde el borde de mi noche miro hacia abajo. Un mar de rostros azules, angulosos, una multitud de bocas y de asombros, máscaras de fuego, vigilia hirviente, magma gris. Y yo corro y trato de detener la estampida de siluetas que se me deshacen en los brazos, de figuras de humo que se burlan de mí, que me acechan, y yo corriendo de un borde a otro cubriéndome el pecho con las manos, como si dos manos pudieran retener agujas de hielo, y yo sangrando, y una escalera inmensa separando la cima de las ansias, y yo exhausta, desnuda, llorando de placer y mi piel gritando, llamando y llamando, y yo temblando de soledad y una pared blanca como una palabra cierta. Luego, el juego del destino. Un piso de papel y la verdad abajo, burbujeando. Los niños juegan y el abismo callado. Y los pies me fallan, y caigo, caigo a la vida, que me traga como un pez asesino, pero yo me levanto, y sigo cantando, unas flores blancas, diminutas, y abajo vienen y van rostros extraños diciéndose entre sí palabras que no alcanzo a comprender, y yo caminando sobre el papel que comienza a crujir, a rasgarse y cede, y yo grito y extiendo los brazos y logro alcanzar a mis hijos, y los pongo a salvo, a la orilla de esa blanca y sedienta ciénaga pero quedo hundida, hundida hasta el vientre y elevo los brazos para asirme y miro abajo y te veo, tus ojos desnudos, y siento que todo gira, las figuras de humo, los rostros ajenos y voy cayendo y todas mis fuerzas me abandonan y me siento húmeda de llanto, de placer rendido. Y siento tu voz que me habla aunque ya no comprendo nada. Estoy a tu lado. Me abrazo a ti cerrando los ojos, latiendo de miedo, desgarrada, viva.